Anillo roto – Capítulo 0

Prólogo 

—¡Lord Kassel!

Un grito siguió a Kassel justo cuando doblaba por un pasillo. Se detuvo, con uno de sus guantes a medio quitar y una expresión de cansancio. Oyó los pasos apresurados de las nobles que le habían hecho señas desde detrás de él.

—Mis disculpas, Lord Kassel, pero ¿podría ofrecernos ayuda? Lady Porteo está mareada. Oh, ¿qué vamos a hacer? No somos más que frágiles damas...

Kassel se recolocó el guante mientras una sombra de fastidio se dibujaba en su rostro. Sin embargo, desapareció tan pronto como apareció, y cuando se volvió, las nobles sólo vieron el semblante ilegible, aunque amable, de un honorable caballero.

La que le pedía ayuda se quedó mirando, aparentemente sin saber cómo seguir pidiendo su ayuda. Sus ojos estaban llenos del mismo embeleso que Kassel había visto cientos de veces antes, ya se tratara de una dama de la corte imperial de Ortega o de un noble envejecido en busca de un juguete.

La impresionante belleza de Kassel era una constante en su vida, por muy aburridas que le parecieran las mujeres o por muy repugnantes que le parecieran los hombres. Ser hijo de la familia noble más prestigiosa del Imperio Ortega y el hombre más guapo de la ciudad de Mendoza significaba que el lugar de Kassel en la cima de la sociedad era indiscutible. Si tan sólo pudiera encontrar a todos los hombres calvos de Ortega y arrancarles los ojos para que aquellas repugnantes sanguijuelas nunca más pudieran ensuciarlo con sus miradas hambrientas, entonces las cosas serían perfectas.

—¿Estás bien?

Esbozó una sonrisa perfecta sobre sus rasgos habitualmente impasibles.

Como oficial de la marina, generalmente quería dar la impresión de indiferencia, pero eso no le serviría aquí. En lugar de eso, obligó a la austera línea de sus labios a permanecer en una suave curva mientras miraba a la noble.

La mujer seguía con la mirada fija, tal vez hechizada por la forma en que su lustroso cabello rubio enmarcaba su expresión galante. Después de un latido demasiado largo, finalmente recordó su propósito y rápidamente sacudió la cabeza.

—Oh, estoy bien. ¡Pero Lady Porteo! Hemos esperado tanto tiempo a que pasara un amable caballero, pero no ha venido nadie. Qué bendición que hayáis aparecido en un momento tan crítico!

Los ojos de Kassel se desviaron de la sencilla mujer que tenía delante y se posaron en otra noble dama que estaba apoyada en la pared y respiraba agitadamente. Las dos damas que estaban a su lado se sobresaltaron al darse cuenta y empezaron a armar un teatrillo, masajeándole las manos y abanicándole la cara con movimientos exagerados, como si quisieran que Kassel se diera cuenta.

Todo el tiempo exclamaban—: ¡Oh, Dios! ¿Puede respirar, Lady Porteo? ¿Puede mantenerse en pie? Oh cielos!

Era evidente que querían que Kassel los oyera. Hacer tales preguntas ahora era un poco exagerado. Si realmente se tratara de una situación de emergencia, una de ellas habría ido corriendo a la sala de banquetes en cuanto la Condesa se hubiera desmayado. Como no era el caso, la Condesa estaba perfectamente.

De hecho, estas damas nunca estuvieron esperando a que un amable caballero llevara a aquella pobre y sufrida mujer a un carruaje o a su habitación. Habían estado esperando a Kassel.

Ocurría cada vez que había un banquete en palacio. Era casi como un juego al que jugaban las nobles orteganas: esperar a lo largo de uno de los caminos preferidos de Kassel para salir del salón de banquetes y encontrar alguna razón para encontrarlo a solas.

La expresión de Kassel no vaciló mientras comentaba.

—Parece muy indispuesta.

Asintió por cortesía y se dirigió hacia la Condesa, que ahora se hundía dramáticamente en el suelo. Recordó vagamente que su difunto marido, el Conde Porteo, había fallecido hacía un año. No era de extrañar que la joven viuda estuviera desesperada por una caricia masculina.

—¿Podrá ponerse de pie, milady? —ofreció Kassel. Sabía que no debía tocar a una mujer sin que ella se lo pidiera primero. Después de todo, era un profesional experimentado.

La viuda se sonrojó a través de su maquillaje intencionadamente pálido.

—Me temo que no... No me quedan fuerzas en las piernas....

Apenas hizo una pausa antes de darle permiso.

—Entonces, por favor, permítame que la ayude a ponerse en pie.

Cuando Kassel le tendió la mano, el cuerpo entero de la viuda cayó en sus brazos. Se rió en silencio. Estaba siendo demasiado ansiosa para su gusto, pero le siguió el juego. Con suerte, resultaría más entretenida que el espantoso baile imperial. Entonces preguntó con una sonrisa aparentemente inocente.

—¿Le acompaño a su carruaje?

La mirada de la viuda tembló, preocupada de que su persecución fuera en vano y él se limitara a escoltarla de vuelta sin meterse bajo su falda. Abrió la boca, pero no supo cómo reconducir la conversación.

En ese momento, una de las damas que habian fingido atender a la condesa se acerco.

—No hace falta, Lord Kassel. Simplemente está mareada y necesita descansar. Viajar a la mansión Porteo, en las afueras de la ciudad, llevará demasiado tiempo.

—Entonces, creo saber dónde podría recuperar el aliento la dama en las cercanías. —interrumpió Kassel, antes de que ella tuviera oportunidad de seguir parloteando más excusas para que los dos se quedaran a solas en una habitación. El ala sur del palacio tenía unos cuantos salones poco frecuentados que serían perfectos para asuntos ilícitos como éste.

Cogió a la Condesa en brazos y la llevó al tercer piso. Ninguna de las damas aduladoras le siguió ni se mostró preocupada por la supuesta enferma. La viuda y sus amigas eran claramente novatas en este juego. La próxima vez, debería aconsejarles cómo mantener la excusa de forma más convincente, pero Kassel no estaba en posición de aconsejar a nadie ni de preocuparse por segundos encuentros. Sólo le interesaba aquella mujer por aquella noche.

Cuando las voces se redujeron a un murmullo, la condesa susurró con vacilación.

—No sé cómo debería agradecerle su amabilidad.

—Cualquier oficial ortegano debe ayudar a una dama en apuros. No se preocupe por devolver el favor. —respondió Kassel.

La Condesa Porteo miró a Kassel con auténtica adoración en los ojos.

—Me siento honrada y segura de que un oficial tan respetable guarde las costas de Ortega.

Para ser una mujer que se había prodigado con todo el poder y el dinero que le proporcionaba su título, sin duda interpretaba bien el papel de dama mansa y delicada cuando la ocasión lo requería.

Kassel Escalante de Esposa.

La combinación de su aspecto impecable y su uniforme blanco y azul marino parecía atraer a muchas mujeres de la nobleza y a algún que otro noble querían echa cuerpo encima. Esta Condesa no era una excepción. Por suerte, su poderoso apellido lo protegía de ser apuñalado por una mujer enloquecida de lujuria por su impío atractivo o por un hombre cegado de envidia por su abrumadora popularidad.

—Me sorprendió saber que el heredero de la familia Escalante se pondría voluntariamente en peligro en primera línea en el Mar de Nuñera. Después de que tu difunto abuelo trajera un momento de paz, esos mares han estado plagados de conflictos con los piratas de Tala. He oído que te alistaste para continuar con el legado de tu familia...

Sin duda, la Condesa había hecho sus deberes. Habló largo y tendido de la historia naval que había memorizado para impresionarle. Parecía haber olvidado por completo su pretensión de ser una enferma en apuros.

—Mi difunto abuelo siempre decía que el mayor honor conlleva la mayor responsabilidad. —dijo Kassel con una práctica muestra de determinación. Había repetido esta frase con innumerables mujeres, y siempre funcionaba.

Al oír que no sólo era sorprendentemente guapo, sino también responsable e inteligente, la Condesa Porteo empezó a respirar con más fuerza por el deseo que sentía por aquel espécimen perfecto. Dominada por su excitación, saltó de repente de sus brazos y casi lo empujó al suelo.

Kassel retrocedió con cautela.

—Lady Porteo—dijo, tratando de calmarla—, estamos un poco expuestos aquí...

—No, aquí mismo estará bien. —respondió la viuda. A estas alturas, se había olvidado por completo de su treta de hacerse la desmayada y estaba a punto de atacarle con fervor.

—Bueno, como mínimo, deberíamos entrar... Kassel fue interrumpido de nuevo por sus labios hambrientos. Intentó empujarla hacia una habitación cercana.

—No, dentro está muy oscuro. Hagámoslo aquí fuera. —insistió ella.

Kassel consiguió decir media frase.

—¿Qué tiene de malo la oscuridad?

—Tu uniforme. Necesito verte con tu uniforme.

Estaba casi trastornada con su fetiche por el uniforme. Se bajó el vestido hasta la cintura. Sus pechos temblaban en la tenue luz, tentando a Kassel a acercarse.

Suspiró y se preguntó por un momento por qué todas aquellas mujeres parecían perder la cabeza cuando lo veían. ¿Sería por su bello rostro? ¿O el prestigio y el poder del apellido Escalante? ¿O la combinación de ambos?

Como heredero, Kassel acabaría poseyendo el título de su padre. De las diecisiete familias dotadas con un título de la Familia Imperial Ortega, la Casa Escalante era una de las más poderosas. Kassel nació con este poder y con una belleza física que hechizaba a cualquiera en un radio de dos metros. Esta combinación letal hizo que a Kassel le llovieran las atenciones de las mujeres, la envidia de los hombres e incluso que se le echaran encima mujeres que querían quitarse la ropa en un pasillo a pesar de su personalidad poco sociable. A los quince años ya estaba rodeado de señoras veinteañeras. A los diecisiete, le seguían admiradoras allá donde iba. Y cuando se alistó en la marina, había dejado atrás a las mujeres más jóvenes y había desarrollado un gusto por las más maduras, que solían ser menos pegajosas.

Ahora que tenía veintitrés años, el mundo era suyo.

Kassel estrechó a la Condesa entre sus brazos y la empujó contra la pared mientras sus lenguas se entrelazaban. La calificaría con un siete sobre diez. La pasión de su beso desesperado compensaba en cierto modo su patética técnica para besar. Normalmente, nunca consentiría hacer algo tan peligroso al aire libre. Pero hacerlo al aire libre podría no ser tan malo, pensó. Y ella se merecía un trato especial por todo el esfuerzo que había puesto en esta aventura de una noche.

Le agarró los pechos y le recorrió el cuello con los labios. La cara de ella se derritió de éxtasis. Se abrochó el uniforme con una mano y le subió el vestido con la otra. A Kassel no le importaba su obsesión por el uniforme. Llevar el uniforme puesto significaba ahorrarse la molestia de volver a ponerse la ropa una vez terminado el sexo. Apreciaba la comodidad como una pequeña ventaja de alistarse en la marina.

Aunque la Condesa seguía charlando, él no escuchaba ni una palabra de lo que decía y se concentraba en su cuerpo. De vez en cuando murmuró algunas respuestas sin sentido y se dio cuenta vagamente de que ella mencionaba el nombre de alguien varias veces. Entonces, de repente, el sonido de ese nombre registró un rostro familiar en su mente.

Inés Valeztena de Pérez.

La imagen del rostro severo e impasible de su prometida bastó para contrarrestar cualquier estímulo físico. La excitación de Kassel desapareció en un instante y su rostro inmaculado se arrugó en un ceño fruncido.

La Condesa Porteo continuó con sus inoportunos cotilleos.

—Inés, tu prometida, no te merece. Qué mujer más simple y sencilla. Puede que sea de una familia prestigiosa, pero tiene una personalidad tan mustia a juego con su cara sosa…

Kassel se quedó mirando la pared unos segundos y giró la cara para evitar los labios de la viuda.

—Estaría mejor de monja. Cómo no va a conmoverse ante un hombre intachable como usted-

La Condesa hizo una pausa.

Siguió su mirada para ver qué lo había detenido. Allí estaba. Inés Valeztena estaba allí de pie, mirándoles con el desapego de quien observa a una pareja de hormigas apareándose. Su prometida desde hacía diecisiete años lo había sorprendido con una mujer semidesnuda en brazos.

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Confesión equivocada

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